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24 octubre 2011

2. Reencuentros


-¿Qué haces aquí? Todavía no es Navidad.

El recibimiento, aunque en parte esperado, hizo enrojecer a Antón. Se lo merecía, pensó. Tras unos segundos de miradas esquivas, fue capaz de preguntarle cómo se encontraba.

-De momento los médicos no saben qué me pasa. Me dijeron que hoy me harían varias pruebas para descartar algo grave. Yo me encuentro bien, ya le dije a tu hermana que no hacía falta avisarte. No me estoy muriendo.

Antón no dijo nada; se sentó en un desvencijado sillón y le dirigió a su padre una mirada casi de reprobación.

-En fin, dejemos ese tema para otro momento, ¿Qué tal en Madrid? ¿Cómo están las cosas con Isabel?

La cuestión pilló por sorpresa a Antón, que le apetecía lo mismo hablar de un tema que del otro. En ese momento, una enfermera entró en la habitación.

-¿Antonio González? Vengo a buscarlo para hacerle unas pruebas. Lo llevo conmigo y el médico esta tarde ya les dice los resultados.

Se despidió de su padre, diciendo que lo vería esa tarde
, y emprendió el camino hacia su casa. La distancia era considerable, pero necesitaba algo de aire fresco. El encuentro con su padre no había sido fácil, pero todavía faltaban su hermana y su madre.

Se sorprendió de cómo había cambiado el pueblo; si bien no era capaz de decir si los cambios eran para bien o para mal. En su camino a casa se cruzó con un par de amigos del pasado, que parecieron no reconocerle. Llevaba demasiados años sin pararse demasiado; llegar, comida o cenar de rigor y otra vez para Madrid.

A medida que se iba acercando a su casa, viejas caras aparecían en su memoria. Amigos, vecinos ¿que fue de ellos? Desde luego, había elegido el peor momento para preguntarse por ellos.

Cuando por fin llegó a su casa, se llevó las manos a las bolsillos, buscando las llaves. Tardó unos segundos en darse cuenta de que ya no las tenía. Llamó al timbre y la voz de Ana contestó.

Tras subir los tres pisos, llegó jadeando, a pesar de llevar varios años sin fumar, las secuelas de la cajetilla y media de Marlboro diaria durante su juventud eran patentes. En la puerta lo esperaban Ana y su madre, Teresa. En cuanto puso el pie en el rellano su madre se lanzó a sus brazos con los ojos brillantes y unas enormes lágrimas corriendo por sus mejillas. Ana lo esperaba apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una expresión indescifrable en su cara.  Tuvo que ser Antón el que se acercara a ella, entonces sí que esbozó una ligera sonrisa y se fundieron en un abrazo, no demasiado largo.

Antón cogió su bolsa de deportes y se dirigió a su habitación. Aquello sí que no había cambiado, seguía como la había dejado él 20 años atrás. Se dejó caer en la cama, la noche sin pegar ojo en el autobús estaba pasando factura; con un esfuerzo titánico se levantó y se dirigió hacia el baño. Se quitó la sudorosa ropa, y se metió en la ducha. Mientras el agua muy caliente -como a él le gustaba- empezaba a caerle encima se le escapó un profundo y largo suspiro. No había ido tan mal, pensaba.


Un bico e unha aperta

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